miércoles, 28 de febrero de 2007

London Crawling

Aqui estoy, robando internet en la tienda Mac de Regent St., a un paso de Picadilly Circus y a dos de la perdicion. Primero el trabajo: El sitio donde etalonamos (MPC) es increible. Esta en el Soho y gente como Ridley Scott, Chris Nolan o Woody Allen vienen a etalonar aqui sus peliculillas. La gente es la hostia. Nos tratan como si fueramos gnte maja y todo. Grandes gastadores, credito ilimitado, sabiduria infinita, puro periodismo Gonzo...

Despues, el placer: Vivo con Adriano en casa de su hermano Nicholas. Es como Adriano, solo que mucho mas majo. Me tiene cuerpo de rey. Nos juntamos con Andrew y con un loco de remate que se llama George. Me llevaro a donde suelen ir: bares de striptease. En realidad son pubs normales on tias en pelotas bailando en una barra de metal, que pasan un aso que tienes que llenarde monedas. Una libra por chica y cada cinco minutos sale una. Una ruina. No son gran cosa, el primero al que me llevaron esta en Vauxhall, que mas a menos es como el Salas del Picarral. Se llama The Queen Anne. Es un antro de la hostia. Las tias son horribles y todo es fabuloso. Lugo fuimos a otro donde hasta puedes pedir bailes privados. Paso de pagar 20 libras por ver a un celulitica de Ucrania.

Naturalmente, es que estos sitios son la unica alternativa, porque a las 11 cierra todo y como a la 1 te echan de este tipo de pubs. Si quieres tomar algo mas, tienes que ir a un hotel de lujo. No recuerdo el nombre del que fuimos, pero estaba enfrente de un edificio cuya direccion es: London, number 1. Ese es el territorio de la gente de pasta, bastardos hijos de puta que se encienden los puros co billetes de 100. Habia putas de lujo ligando con viejos ricachos que se parecian a Carlos Saura.

Luego esta Frances. Frances es la amiga de Nicholas. No son novios, solo amigos, pero duermen juntos y ella baila en el suelo como una peonza, o mejor, como una gata en celo. No quiso probar el jamon porque el daba grima el aspecto que tenia, decia que estaba muy seco. Y era Jabugo...

Y mas o menos asi mi existencia en Londres. Etalonando todo el dia, hacieno titulos de credito, viendo al montador de la ultima peliula de Natalie Portman y soportando la lluvia en el Soho. Ah, eso si. Desayunamos en el Regeny Cafe, un antro que es algo asi como el Loro de Londres. De puta madre...

P.D.: Me hice una foto en el calejon donde Kubrick rodo algunas escenas de "La Naranja Mecanica", espero poder subirla proximmente.

Un segundo de felicidad


Aquella noche negra regresé pronto de la oficina. Encontré a Sally fornicando con un desconocido en nuestra habitación. Me quedé paralizado en el umbral del cuarto y mi respiración cesó. Ellos ni se dieron cuenta de mi presencia. No escuché nada, solo un agudo pitido en mis oídos. Un amargo pitido que crecía constantemente. Giré sobre mis talones. El zumbido era insoportable. Un rugido de calor recorría mis arterias para ir a estallar en el cerebro. Antes, mis amigos, me llamaban Carl. Nací hace cuarenta y tres años, en un pequeño pueblo deprimido al norte de algún perdido lugar del Sur. Llevé una vida responsable; amé a mi esposa y trabajé duro para ser un buen padre de familia. No sé ni si quiera si hoy es mi aniversario. De repente, mi memoria, se ha bloqueado.


Ahora estoy bajando por la calle principal. La acera está mojada, pero sé que no ha llovido. Los equipos de limpieza se afanan por barrer metros y metros cuadrados de escoria. Recuerdo que quise ir a ver el descenso de la corriente de un río, pero me quedé con las ganas: en mi ciudad no hay ninguno. Recuerdo que corrí todo lo que pude, dejando atrás mi alma, superando neones tentadores que surgían de estancias en las que colgaban cortinas rojas. Recuerdo que antes de salir de la casa que hasta hace un momento compartía, me cambié de zapatos y me puse un calzado más cómodo.


Hay poco ruido en las calles. La noche es fría y cerrada. Yo solo soy un lobo apaleado. Busco un bar. Todos están cerrados. Sus entradas son sordas y son mudas. Soy un inválido que se siente desplazado. El zumbido ha vuelto a taponar mi ser y con él, el calor ha regresado.


Me arrastro hacia la estación de trenes. Los lugares de tránsito son sitios concurridos a cualquier hora. Puedo encontrar a alguien a quién contar toda esta historia. Es curioso como siempre sufrimos. Aunque intentemos no hacerlo, siempre terminamos sufriendo.


Entré en la aséptica cafetería de la estación. El techo era muy alto. La luz, más propia de un supermercado, no dejaba ningún hueco para la intimidad y la confidencia. Ningún lugar donde el amor brotaría acurrucado debajo de alguna mesa. Me senté lejos de la barra y, lejos de la entrada, dándole la espalda.


Tomé café para empezar a acomodar el estómago. Luego el whisky recorrió mis entrañas, encendiéndolas. Mi cabeza daba vueltas al unísono del zumbido. Observé mi piel y sentí el peso de los años sobre mis hombros; asistí como espectador a un lúgubre desfile de espectros del fracaso y oportunidades frustradas.


En la barra de la cafetería hay una mujer que parece bebida. Tiene un físico bonito. Su pelo se enrosca en su nuca. Está pasada de rosca. Su cuerpo vibra bajo su ceñido vestido negro. Su bolso está en una mesa, solo, esperando su cita con algún ladronzuelo. Aquello me divierte. Sonrío por primera vez desde hace horas. Relajo la planta de mis pies y extiendo completamente sobre la mesa mis manos. El alcohol está haciendo su efecto. Está drenando mi cuerpo, elevándolo.


La mujer se contonea de un lado a otro de la barra. Tiene carreras en las medias, un pronunciado mentón y el rimel desperdigado por las mejillas. Su expresión y su mirada están pérdidas, lejos, en otro siglo. Decidí no pensar nunca más en Sally y así lo hice. La vida era muy corta para tener que cargar con los traumas. He envejecido a toda velocidad, como un tren. He descarrilado y nadie ha venido ha ayudarme. La vida no es ningún espectáculo. Esperamos, en una estación donde no pasan trenes, si no las estaciones de los años. Nos sentamos en el andén a esperar y mientras, pensamos que llegarán tiempos mejores.


Cuando fui joven imaginé mi futuro plagado de felicidad, pero siempre temí descarrilar. Esta noche ha sucedido. La megafonía anuncia la llegada de un tren con destino a algún lejano punto del Oriente. Un trayecto de una semana. Suena bien. Entonces, la mujer se derrumba sobre la barra, su tónica se vierte sobre su vestido y el camarero avisa por teléfono a seguridad. Pensé que esa chica iba a tener problemas por nada. Sé que el obrero siempre parte el brazo al obrero y, si puede, le arranca un trozo de pantorrilla. Fauces de tiburón en cuerpos de lobos: eso es lo que somos. Tomé otra decisión: no permitir el abuso ni la estupidez una vez más.


Me levanté de la silla y, tambaleándome, me dirigí hacia la barra. Crucé una mirada con el camarero. Sentí su reproche. Así es como se paga en nuestros tiempos la ayuda al prójimo. Los de seguridad llegarían en cualquier momento con sus preguntas y sus esposas y sus porras en alto y... la chica estaba como inconsciente. Tal vez el camarero pensó que tenía intenciones de abusar de ella. Pensó que sería un necio venido a menos, alcohólico y con ganas de juerga. Era la primera vez que bebía en años. Todavía no sabía que también sería la última. Por megafonía, anunciaron que el tren hacia Oriente acababa de hacer su entrada triunfal en la estación. El camarero se asomó por encima de la barra. Parecía un demiurgo tan inútil como todos los demás. Era solo un hombre feo que intentaba no asfixiarse en medio de una mutilada multitud con los bolsillos repletos de billetes y monedas. Un pobre zombi que nunca conoció en esencia la ilusión.


Tomé a la mujer, apoyando su peso sobre mi, intentando mantenerla erguida. Fui difícil hacerla caminar. Lentamente, llegamos hasta las taquillas desiertas. Encontré una abierta. Una jovencita delgada y de ojos tristes me atendió. Todos sufrimos, volví a pensar. De reojo vi como un grupo de seguridad entraba en la cafetería, desenfundando su arrogancia, portando aires de invencibilidad. Me alegré de llevar a la mujer conmigo. Pesaba como un auténtico demonio, pero no la podía dejar en manos de aquella jauría de lobos. A la chica de la taquilla aquella situación no le pareció tan normal. Logré convencerla de que era mi mujer. Me inventé sobre la marcha una estúpida historia: fuimos a la fiesta de unos amigos y ella se sintió indispuesta. Le enseñé mi anillo de matrimonio y accedió a venderme los billetes. Por megafonía anunciaron que mi tren partía en cinco minutos. Su salida era inminente. Me despedí de la taquillera y le dejé el resto del dinero que tenía. A la llegada a mi destino ya de nada serviría: otro idioma, otras gentes, otro dinero y, por encima de todo, otra luz. En mis oídos, cesó el zumbido que me había acompañado durante horas y comenzó el dulce y brusco tañer de las campanas.


Llegué con la mujer a cuestas a nuestro anden. Un fornido tipo de seguridad nos dio el alto. Yo le escupí a la cara los billetes de embarque. Aquello no le debió gustar. Hecho mano de su porra. Fue lento y, antes de alcanzarla, le di un fuerte golpe en la mandíbula. Trastabilló y se desplomó. Entonces me di cuenta de que mi anónima amiga también se había caído al suelo durante el forcejeo. Recogí los billetes y me arrodillé junto a ella para volver a levantarla. La jauría de lobos salía de la cafetería y se dirigía corriendo hacia mi. No se puede permitir a los demás que sean felices. La felicidad no es práctica. Se debe pisotear y de hecho, es pisoteada a sueldo. No tenemos hermanos ni hermanas. Olvidamos con facilidad el rostro de nuestros padres y sabemos que nuestros hijos no pensarán nunca en nosotros cuando nos marchemos.


Logré enderezar a la mujer. Estaba reaccionando. Balbuceaba algo incomprensible. Me vomitó encima. No sentí nauseas. Que volviera en sí era una bendición. Llegaron los de seguridad. Eran cinco y me apuntaban con sus armas reglamentarias. Nunca había estado en el objetivo de una mirilla, pero estaba acostumbrado a vivir en el campo de tiro en el que se ha convertido nuestra sociedad. Me di la vuelta. Al otro lado, a una distancia prudencial, lo mismo: cuatro gorilas apuntándome y gritándome palabras inconexas, sin sentido. Yo solo escuchaba las campanas que intentaban, sin lograrlo, tejer una melodía. Pensé que había olvidado el bolso de la chica. Poco importaba ya. Me di la vuelta de nuevo y comencé a andar lentamente hacia la entrada del vagón más cercano. Escuché, a lo lejos, disparos. Pude notar como las balas desgarraban mi piel y se clavaban, para siempre, en el interior de mis huesos. Las escalas de Bach y las de Rachmaninoff estallaron unidas en mi cabeza. Suites, Fugas y Conciertos. No pude alcanzar la escalera del vagón y caí al suelo.


Me vi rodeado de sangre. No sentí ningún dolor. La mujer de la barra estaba tirada a mi lado, despatarrada. El pelo se había escapado de la nuca y atravesaba la blanquecina piel de sus mejillas, surcadas por ríos negruzcos. Me miró a los ojos y pude apreciar su brillo entre su oscura melena. Me sonrío. En ese momento supe que había estado a punto de alcanzar la felicidad, que el esfuerzo, por una vez en la vida había merecido la pena. “Sé que hubiéramos sido felices de haberlo conseguido, pero también sé ahora que no nos dejarán envejecer juntos”, intenté decirla. Pero las palabras ya no anidaban en mi garganta. Entonces, le devolví la sonrisa y de mi ojo izquierdo brotó una lágrima furtiva. Una sensación de plenitud desconocida inundó mi cuerpo. Fui feliz durante un segundo. Cuarenta y tres años y un solo segundo de felicidad. Suficiente. La orquestación musical cesó en la cabeza. Cerramos los ojos a la par.


Ahora, solo veo y toco el silencio atravesado por un finísimo hilillo de plata. Es tan extraña esta vida. Todos sufrimos. Incluso los que intentamos no hacerlo, sufrimos. Estamos solos, siempre solos. Y, tal vez por eso, sufrimos.


lunes, 26 de febrero de 2007

El Cuento del Narciso


Un día, al final de la jornada, me contaron la historia de un apuesto y joven Narciso, que, cada vez que admiraba su reflejo, pensaba que era el ser más bello de la creación. Me cuentan que el Narciso, ayudado de la fuerza que proporciona el vigor y la persistencia de la curiosidad, cruzó el espejo y se adentró en una confortable cueva.

Las estancias y las grutas de la cueva eran recorridas por las suaves voces de pequeños duendecillos que cantaban, al unísono, baladas de amor. Estos duendecillos, me continúan contando, guiaron al joven e inexperto Narciso a través de recónditos pasadizos inundados de secretos y olvidados recovecos. Y me dicen que fue amablemente llevado hasta el umbral de una amplia estancia. Una estancia colmada de perfectas piezas de metal, relucientes a la vista, con forma de cubos, armónicos y regulares.

Tras cruzar el umbral de la sala, el Narciso, fue abandonado repentinamente por sus anfitriones. Con la marcha de los duendecillos, sus cantos se fueron diluyendo mientras la luz de la estancia comenzó a oscilar leve pero acompasadamente, palpitando sin cesar.

El Narciso, excitado por la curiosidad, sabiéndose descubridor de un tesoro, tomó en sus manos uno de los pequeños cubos de metal. No tardó en darse cuenta con amargura que las piezas quemaban al tacto, puesto que eran frías como puñales. En ese mismo momento, la seguridad que su espíritu albergaba, se derrumbó. Su rostro cambió y se contrajo violentamente a causa del dolor. La luz de la estancia aumentó considerablemente y esta luz contribuyó a dejar sordo el grito que brotó de las entrañas del Narciso, que, de pies a cabeza, comenzó a temblar.

Loco y con arrugas en el rostro, el anteriormente apuesto y joven Narciso comenzó a rebuscar entre las innumerables piezas de metal. Cada vez que entraba en contacto con ellas, una mezcla de dolor, terror e incomprensión asomaba a su rostro. Mientras, fuera de la estancia, las sombras se alargaban y deformaban dando forma a bailes macabros, que danzaban al ritmo que imprimía la luz que emanaba intermitentemente de la estancia.

La búsqueda desesperada del Narciso, cada vez más envejecido, parecía no tener fin. Los pequeños cubos eran lanzados con violencia de un lugar otro de la estancia. La luz vibraba toda velocidad, cada vez más excitada.

Un tierno duendecillo, cruzó el umbral de la estancia y se acercó a su huésped, momento en el cuál entabló una melódica conversación con el Narciso. En ella, el Narciso, atenazado por lo desconocido, pidió al duendecillo que le explicara si conocía la razón de su ansiedad. El duendecillo le contó entre cantos, que cada pequeño cubo encerraba dentro de sí las más mínimas historias individuales de amor no cristalizado. “Ese amor no correspondido es una fuerza tan grande que no se puede perder”, dijo, “por eso se convierten en pequeñas piezas de metal que se almacenan bajo tierra, protegidas por sus lugartenientes que adoptamos esta forma”.

El duendecillo, que se desplazaba con una cadencia perfecta, cogió uno de los cubos en sus manos y la estancia estalló en mil colores, mientras que un rítmico zumbido lo invadía todo. Y el duendecillo le entregó esa pieza al Narciso que, sumido en el más profundo desasosiego , cayó desmayado al suelo.

Me cuentan que luego el Narciso volvió a levantarse y que temeroso volvió a coger el cubo que el duendecillo le había entregado entre sus manos. De nuevo una luz y una vibración multicolor cobraron forma y sentido. Ríos de lágrimas se abrieron paso a través de sus mejillas. La infancia lo cubrió todo con su manto y los oídos sordos escucharon los tentadores susurros del pasado. Una sonrisa furtiva. El miedo que deja paso al placer. Experiencias inolvidables antes de las tres. Las miradas que cambian con los años y las relaciones que siempre quedan atrás. La soledad en compañía. Un rosario de penurias y alegrías. El sutil roce de su mano al terminar el postre. Lo mismo gatos salvajes que tristes panteras desengañadas. Y la tranquilidad que es propia de la estabilidad y la inquietud propia de la incertidumbre de la espera. Los sueños y las ilusiones reducidas a un puñado de cristales punzantes en la superficie del corazón. Y la última mirada, que se repite sin cesar mientras se pierde inexorable y lentamente en el vacío.

SILENCIO y OSCURIDAD.

Mis relatores me cuentan que el Narciso, visiblemente envejecido y con aspecto de agotamiento apareció en un paisaje envuelto por la niebla. Pasó, indeciso y vacilante, de la posición fetal en la que se encontraba a recobrar poco a poco la verticalidad y la compostura. Embobado y solo, se tambaleó por los caminos de una baldía estepa. Y lo que era un campo vacío se llenaba a cada paso de recuerdos, nostalgia y angustia. Figuras informes compuestas por jirones de niebla. Y ningún sonido, salvo el rugir del viento.

Finalmente, me cuentan que alguna vez el encorvado y envejecido Narciso, otrora apuesto y joven, ha sido visto cruzando las insondables profundidades de los bosques, cual duendecillo, buscando hasta el infinito pequeñas piezas regulares de metal, que, me dicen, encierran el desamor.

domingo, 25 de febrero de 2007

Ya lo arreglaremos en la postpro...

Cuando terminó el rodaje de Perceval, llegué a casa de mis padres en Zaragoza y me di cuenta que había estado prácticamente dos meses perdido en las montañas. Volver a la realidad fue rarísimo y muy jodido. Los primeros días no supe ni dónde coño estaba ni qué coño hacer. Tenía un montón de latas de película en mi habitación y el garaje lleno del atrezzo y el vestuario, ni los coches cabían. Después de ordenarlo todo, me largué a Madrid.

El primer fin de semana lo pasé con el móvil apagado. Tras dos putos meses en la naturaleza viendo las mismas caras, perderme entre el asfalto y la hostia de gente, era demasiado para mí. Quedé con Juanfran, el montador, para conocerle y quedar en fechas. Lo pusimos todo en marcha y, claro, llegó el día.

PABLO: ¿Y dónde está el sitio?

JUANFRAN: Al lado de la plaza de Chueca. Quedamos mañana a las 8.

Mereció la pena. Cada día que pasaba, le cogía más el gustillo de meterme en el metro con mi guión y mis notas debajo del brazo, camino de la sala de montaje. En realidad, Chueca a las 8 de la mañana es como cualquier barrio céntrico de cualquier ciudad. Un par de bares para los curreles y todo vacío. Daba gusto. Juanfran y yo nos echábamos unos tés de puta madre y nos íbamos a darle caña toda la mañana. La verdad es que llegaba la tarde y aún seguíamos ahí, la mar de a gusto. Estuvimos toda una semana, pero montar lo que es montar, fueron tres días. Eso he dicho, tres días.

No recuerdo cuántas horas rodamos, pero fueron unas cuantas. No porque hiciéramos tomas y tomas, sino porque habíamos estado 20 días rodando y eso para un corto es algo inusual. No era muy difícil elegir las tomas. Casi todo el corto está rodando en primeras y segundas tomas. ¿Para qué hacer más si está fabuloso?

Lo montamos en tres días, porque las cosas estaban claras desde el principio. De la manera en que ruedo, prácticamente es quitar las colas y los planos aparecen por si solos, claro que luego viene Juanfran y les da forma, de puta madre. Cuando empezamos ver que todo encajaba y que la cosa no pintaba nada mal, hicimos un pase de prueba para cabezas de departamento: Sergio (diseñador de sonido), Adriano (director de fotografía), Luis (diseñador de producción), Rosa (diseñadora de vestuario).

Ese viernes decidimos dejarlo así y no volver a él, hasta el lunes, para ir con la cabeza fresca. Yo fui con resaca, porque el fin de semana fue infernal. Una de esas veces en que tienes que pedir perdón a todo el mundo. Los que se cruzaron esa noche conmigo en La Latina, ya lo saben. Y, por si no lo dicho suficientes veces, lo siento.

Ese fin de semana, me di cuenta que lo que yo buscaba después de bajar hasta los infiernos (el rodaje) y sobrevivir, era la Redención. Sí, con mayúscula. Admitir que la has cagado es el primer paso, enmendar el mal hecho es más jodido. Muchas veces no sabes ni por dónde empezar ni cómo terminarlo. Sea como fuere, ese fin de semana fue crucial en muchas cosas, sobre todo en una: ya nada sería lo mismo.

Llegó el lunes y salí del metro. Mi homofobia heterosexual siempre me ha hecho pasar un poco de Chueca, pero esos días descubrí que es un sitio de puta madre. A las 8 de la mañana, claro. Sin nadie, sólo las calles vacías, el cielo plomizo y mis pasos dormidos. Pulimos el corto durante los dos días siguientes y tuvimos algo de lo que estar contentos.

A los pocos días hice algo que ya llevo haciendo un tiempo. Hay gente que sabe de cine muchísimo más que tú, son más profesionales, llevan la cabeza mejor amueblada, hacen las cosas mejor, saben cómo funciona el negocio mejor y se las han visto en situaciones más putas que tú. Además de todo eso, confías en ellos. En mi caso, son Vigalondo y Lamata. Ya les enseñé otros cortos y Noches Rojas en fase de montaje y siempre me abrieron puertas que yo no sabía que existían. No les he hecho caso en todo, pero en lo que lo he hecho, siempre ha sido para mejorar la película. En Noches Rojas, estaba tan horriblemente perdido que, entre los dos, me hicieron ver la luz. En Perceval, me dijeron unas cuantas verdades. Y fue duro. Ese día me cogí una enorme. ENORME. Como pocas me he cogido antes. Desde entonces, el pacharán está desterrado de mi dieta.

Muchas veces es difícil dar las gracias, pero a Nacho y a Miguel Ángel les debo más que eso. Han sido un faro, una guía, la luz al final del camino. Pero sobre todo han sido buenos amigos que me han ayudado. Y eso sí que es jodido de compensar.

Quería escribir esto para todos los que ha participado y están participando en la postproducción del corto, porque siempre se habla de los rodajes, pero nunca se dice nada del tajo que hay después, que no está nada mal. A Juanfran y a Eneko, porque han hecho un trabajo de la hostia, a Sergio porque es un genio, un Mac Giver del sonido, capaz de hacerte maravillas con los ojos cerrados, a Patxi por todas la manos echadas, los favores impagados y todas las cervezas pendientes, a Víctor por su Production Notes, por la web y todos estos días de locura compartidos. Estos días de etalonaje en Londres os tendré a todos en la cabeza.

Todo eso de las teorías de autor está muy bien, pero sin gente como ellos, no se haría ni una película ni media.

viernes, 23 de febrero de 2007

Perceval Now

Yo creo que una de las películas que más han influido en mi vida es Apocalypse Now. No sólo por la historia, no sólo por los personajes, no sólo por el director, no sólo por la circunstancias… es por todo. Y más.

Me parece una de las grandes, perfectamente a la altura de Ciudadano Kane, Blade Runner u otros greatist hits de las listas habituales en las revistas de cine. Recuerdo la primera vez que la vi. Me impresionó muchísimo. Veo en mi cabeza como si fuera ahora a Martin Sheen en su habitación de ese hotelucho de Saigón, agonizando. Veo a Robert Duvall gozando con el olor del Napalm por la mañana, veo a Marlon Brando acariciándose su cráneo calvo… Como si fuera ahora mismo.

Su final siempre ha sido muy discutido. A mí me parece formidable. Lo adoro, de verdad. Estoy acostumbrado a que la gente no comparta esa opinión. Me da igual.

Creo que todo lo que he hecho, de un modo u otro, se parece a Apocalypse Now. ¡Un momento! No me malinterpreten. No piensen que digo que lo que yo he hecho se acerca al nivel de esa película, pero los que vivimos, como dijo Vigalondo, intentando hacer sucedáneos de Boogie Nights, tenemos siempre un objetivo en la cabeza. El mío es Apocalypse Now. Soy demasiado inepto como para conseguirlo, pero lo suficientemente estúpido como para caer una y otra vez en la misma piedra. Perceval es el claro ejemplo de ello.

Cuando, hace ya tres largos años, empecé a preparar Perceval, sabía que sería una empresa titánica, difícil y arriesgada, pero no podía imaginar cuánto. Por el camino ha pasado mucha gente, algunos de ellos han estado desde el principio, otros han aparecido, otros se han largado a mitad de camino y a otros los he mandado yo a paseo.

A mí me gusta arriesgarme y hacer cosas que parecen imposibles, superarme a casa proyecto que emprendo y que ello implique todo lo profesional y todo lo personal. Si además, eso implica envolverte en la naturaleza y perderte en las montañas durante un tiempo, a mí me parece la gloria. Cuando Francis Ford Coppola dice que en un rodaje mastodóntico, un director de cine es posiblemente una de las personas más poderosas del universo, no va desencaminado. Quizá no sea del universo de los funcionarios y financieros, pero basta con que lo sea de su propio universo endogámico. Cuando tienes a tu disposición a un gran número de gente, dinero, material, talentos, tiempo e ilusiones te sientes como si fueras Dios.

Claro, que nunca piensas que un rodaje te va a costar la salud, la ruina, amigos que dejan de serlo, novias que dejan de serlo, colaboradores que dejan de serlo y todo lo que conlleva una experiencia brutal y auténtica. Por otra parte, también hay que decir que conoces a otra gente, con muchas ideas que te abren nuevas metas y que sabes que en el futuro te ayudarán a hacer lo que quieres hacer en esta vida. Pero cuando los concursantes de Gran Hermano salen de la casa y no pueden hacer frente a la realidad, AHORA LOS ENTIENDO.

Aquellos días en mitad de la nada fueron muy duros, las más de las veces una océano de extremo agotamiento. Pero fueron increíbles. Fueron irrepetibles. No los cambiaría por nada del mundo. Ver ponerse el sol tras las murallas de Loarre, con un centenar de gente vestida y armada, corriendo de lado a lado, voces, gritos, golpes de espada, caballos a toda leche, nervios, uñas carcomidas, megáfonos, walkis, chasis que se cambian, cosas que fallan, cosas que salen bien… todo eso no tiene comparación con nada en el mundo.

Loarre no es Filipinas, pero puedo entender lo que sintió la gente allí. Es la sensación de ir a otro mundo, a un lugar sin ley, donde tú pisas la realidad con cada paso que das. Un mundo que es tu realidad por completo, donde esa delgada línea roja que es la frontera entre ficción y realidad deja de existir. Por eso, cuando vuelves al mundo real, nada es lo mismo.

No sólo por mí, sé que mucha gente volvió del rodaje y, efectivamente, dejó sus estudios, dejó su trabajo, dejó su casa, dejó a su novio, dejó a su novia, dejó todo. Es como ir a una guerra, pero para niños pijos: sabes que nunca lograrás superar lo que viviste allí, al menos en mucho tiempo. Necesitas acción, estar donde silban las balas. Ya nada es igual.

Ha pasado un tiempo desde que todo ello acabó y, cuanto más habló con la gente que estuvimos allí, en primera línea de fuego, más me doy cuenta de que no lo hemos superado, de que nos ha cambiado, de que somos otros y aún no lo hemos podido asimilar. Tardaré años en poder explicar porqué tenemos todos esta sensación, porqué estamos todos tan sensibles, porqué somos tan sinceros y porqué estamos siempre con las emociones a flor de piel, como si hiciera dos días que estamos enamorados y no supiéramos expresarlo. Tardaré tiempo en poder explicarlo, porque no tengo la distancia necesaria para poder entenderlo, pero me doy cuenta de ello, de que esta película nos ha cambiado. Nos sé si nos habrá hechos mejores personas o no, pero nos ha hecho distintos.

Versionando a Michael Herr:

Hay quienes tuvieron infancias felices, nosotros tuvimos Perceval.

domingo, 18 de febrero de 2007

El exilio interior


Cuando el pecho y el estómago señalan su lugar en tu cuerpo.

La presión, aumenta. El estado de ánimo, se resiente.

Ansiedad.


Dulce caminar, aquel que no vemos, aquel que es imaginado.

Los viejos del lugar no pueden recordar nada igual.

Desnudos, detrás de la pared, mis huesos abandonados.


La sonoridad de mi habitación,

mientras el veneno trota por mis venas.

Secretos al borde del estallido de la primavera.


Se anuncia la llegada de un lejano cáliz,

de rosas y éter.

Pero el camino está vacío.

Nadie pisa su desgastado empedrado.


Tomar tierra para volver a despegar.

Y el crepúsculo me susurra emociones conocidas,

que se desbordan cuando escuchan la llamada de la luna.


En el humo del cigarro que me consume,

veo formas anilladas entremezcladas con rostros y miradas.

El dolor en cada uno de tus poros.

Te hace fuerte. Te da esperanza.


Solo hay una forma de atravesar el desierto:

Solo y sin prejuicios en la búsqueda de la verdad.


Dulce el porvenir aquel que nace de las entrañas de la belleza.

Dulce, el amargo escozor de la insatisfacción de mi alma.


Somnolientos, nos balanceamos sin poder parar,

al son del crepitar del fuego, propio de este ajeno despertar.


miércoles, 14 de febrero de 2007

Andréi e Irina


No me preguntéis por qué, pero me veo espiritualmente obligado a volver a publicar, ligeramente cambiado, el siguiente post:



Bajamos la cuesta imbuidos por el olor a centeno,

mientras, veloces, nuestros cabellos revolotean en el aire.


Los secretos enredados bajo capas de hormigón

en el final del paseo, delimitado por los cedros.


Después, la catenaria del tranvía yace en el suelo,

colgando, yaciente y muerta.


El sonido del hielo resquebrajándose,

al compás que marca el inicio de la primavera.


Monotonía de lluvia tras los cristales,

iluminados con pobres estufas de gas.

sábado, 3 de febrero de 2007

Comer, beber, ¿amar? en Clermont-Ferrand

Mierda. En todos los hoteles me pasa lo mismo. Siempre acabo teniendo la bronca con las de la limpieza, porque tienen demasiada prisa por entrar en la habitación. Demasiada prisa… No hay tiempo para duchas ni para nada. Tienen que entrar… Luego están los de recepción, entre el tema de las llaves y las horas de la noche a las que llego, nunca me reciben de buena gana.

Menos mal que existe el transporte público. ¡Adoro el transporte público de ciudades que no conozco! Es como un pequeño universo dentro de otro pequeño universo. Los trenes, tranvías, metros y autobuses, con sus habitantes, sujetando el techo para que no se caiga. Sus rutinas son como las de muchas otras personas. Tú eres un intruso, un observador, una sombra en su realidad cotidiana. Es esa sensación de vouyeur es la que me vuelve loco.

Miras por la ventana y ves Francia. Francia es igual vayas donde vayas. Claro que no es lo mismo París, que Toulouse, que Cannes, que Clermont-Ferrand, pero todas están cortadas por el mismo patrón. Sus calles estrechas y empinadas, sus bulevares interminables, sus ventanas abuhardilladas. Luego está el frío, la lluvia, el queso y el vino. ¡Ah, y las crepes! No podía ser de otra manera, ¡las putas crepes…!

Me encanta cuando no conoces la ciudad, coges el tranvía (por ejemplo) y bajas en la estación correcta y encuentras lo que tenías que encontrar. En Londres me metía en el Soho, sin mapa y sin ayuda, sólo para perderme y volverme a encontrar. Es cuestión de orientación, pero también de búsqueda interior. A veces, encontrar el camino correcto tiene que ver más con uno mismo que con los pasos que das.

Maison de la culture. La sede del festival. Un búnker lleno de salas de proyección, quinceañeros, postadolescentes, adultos que aún son niños, artistas, locos, negociantes, vendedores, compradores, pardillos, aburridos y, claro está, gente perdida. Está claro que es un festival de cortos. Clermont-Ferrand es el festival de cortos más importante del mundo, pero no deja de ser un festival de cortos. No tiene glamour. No se mueve pasta gansa.

El mercado es un conjunto de stands apiñados entre sí como un panel de abejas. Está dentro de un polideportivo y, de vez en cuando, unos chavales totalmente perdidos aparecen preguntando dónde es el baloncesto. En el marché hay de todo: ingleses, americanos, griegos, turcos, israelitas, japoneses, chinos, portugueses, finlandeses, noruegos… aunque hay franceses como para pegarse un tiro.

El tipo de la puerta me mira mal y le pongo la acreditación en la cara. Aparece Antoine.

PABLO: Comment ça va, mon ami?

ANTOINE: Bien, bien. Nous avons parlez avec beaucoup de gens!

Me da un empujón y me mete en el barullo. En cada stand hay comida y bebida, otro claro síntoma de que somos cortometrajistas: unos muertos de hambre cualquiera. Antoine me dice que hay un montón de españoles. Conozco a la mayoría. Eso pinta bien, porque por la noche la fiesta la organizan ellos y todos sabemos que españoles y fiesta no pueden ir en la misma frase si no es con la palabra: PELIGRO.

Empezamos allí, con el vino blanco. El primero es Shane, un comprador canadiense. Se tira el rollo, hablamos del corto. Parece un tipo majo y da gusto hablar inglés con él con normalidad, a los franceses hay que hablarles como si estuvieras comiendo un polvorón para que te entiendan. Es normal, si ellos nos hablan también tiene que hacer lo mismo. Si vas a Francia, lo primero que te hace falta aprender a decir es DOUCEMENT. Es algo así como: “para el carro, coño”, pero con menos huevos, claro.

Siete vinos y 10 tipos más tarde, la cosa pinta bien. De nuevo, las consecuencias de Francia: un bar en el mercado y ni una cerveza, sólo bebidas calientes. Logro convencer a Antoine de ponerle remedio y es cuando empezamos a joderla. Acabamos cenando en un antro maravilloso. Parece un garito de la ley seca, escondido en un sótano y con más recovecos que un bosque salvaje. Tiene ese aire “decadente europeo”. Se llama Le Caveau. El dueño es Francis. Nada más entrar tienes la cocina y el cocinero es un francés de ojos saltones que solo puede pensar en cogerte el hígado para cocinarlo. Botellas hasta de 1.300 euros en el menú y carne como para volverte vegetariano. Después nos largamos a seguir jodiéndola.

El lugar de marcha se llama SuperFly. ¡Qué recuerdos me trae…! En realidad, es una antigua tienda de muebles gigantesca, que han habilitado como bar clandestino. Permiso especial para el festival. No hay salidas de humos, ni baños en condiciones y tiene el aspecto de una peña de pueblo pero con un aire cool. En realidad, trae viejos recuerdos del Ambrosio madrileño o del Zorro, y la música va en esa onda. Se nota que está hasta arriba de españoles. El alcohol es gratis y cae a toda hostia. Hablamos con unos y otros y todo muy bien. Da gusto encontrarte caras conocidas en un país que no es el tuyo, siempre se estrechan los lazos así. Como siempre, aceptas de buen grado el terminar como una puta rata y rechazas proposiciones que no vienen al caso. Conciertas citas para el día siguiente, sabiendo que tanto tú como él, acudiréis dos horas más tarde. A las 5 de la mañana y con santísimas cervezas encima que ni te acuerdas, te ves a ti mismo diciendo:

PABLO: Oye, que si te parece, mañana…

CUALQUIER OTRO ESPAÑOL DE JUERGA EN UN FESTIVAL: Buah! Vamos a quedar a la 1 en vez de a las 11, mejor.

Dicho y hecho. Al día siguiente, caras largas y café por vena, pero todo el mundo contento. De eso se trata, joder. Llega el momento de engañar a algunos cuantos para que vean el corto. Una pequeña proyección y las caras de la gente lo dice todo. Es que lo del latín es alucinante, jajajajaja.

Entonces llega la otra cosa de los franceses. Naturalmente, los franceses han madrugado. Los españoles, no. Los franceses han comido a las doce. Son las tres y los españoles queremos comer para bajarnos el pedo de vino que llevamos. Los españoles queremos ir a comer bien y ponernos hasta arriba. Los franceses quieren ir a una proyección de cortos. ¡Sí, hombre, para ver cortos estoy yo!

Una comida como tiene que ser en el restaurante más viejo de Clermont y, animado por el vino, una visita a las tiendas de DVD’s del centro. Siempre hay ediciones francesas que no se encuentran en otra parte. Estas tiendas están repletas de chavalas con sus novios. Las francesas son sin duda extrañas. Tienen esa apariencia frágil y ausente, pero hay algo en ellas que te hace pensar que no son trigo limpio. No sabría qué decir. Quizá tenga que ver algo con su concepto de la higiene personal o quizá sea otra cosa, pero son difíciles de catalogar. Van por ahí flotando, volando en un océano de incertidumbre, como si nada de eso tuviera que ver con ellas.

Sales a la calle y frío y agua y poca gente. Tu refugio son los bares. Pruebas todas las cervezas que Antoine te dice y todas te saben a que quieres más. Entonces es cuando te das cuenta. Para eso has ido allí. Esa era tu misión. Todo lo del festival está muy bien, pero realmente has ido allí para vivir.

Vivir, comer y beber, porque para amar… Ya tienes suficiente con amar/odiar el cine.